Andrea Arnold es una directora inglesa tan interesante como sobrevalorada. Si en todas sus películas deja entrever lo que puede llegar a ser, todavía no ha conseguido cuajar una obra realmente excepcional.

Es lo que ocurre en la enésima (y modernísima) adaptación de la novela de Emily Brontë con la que ahora vuelve a las pantallas: empieza descolocando con acierto al espectador, al convertir al protagonista, el repudiado Heathcliff, en un mulato, con lo que insufla nuevo brío al drama, y traduciendo el florido verbo decimonónico de la Brontë en un lenguaje visual áspero y colorista, en el que las palabras brillan por su ausencia, ahogadas como están por el perpetuo sonido del viento.

El arriesgado e hipnótico planteamiento estético recibió una merecida Ossella de Plata para el director de fotografía, Robbie Ryan, en el pasado Festival de Venecia.

Sin embargo, lo que en principio parecía una magnífica idea, acaba por suponer un doloroso ejercicio de reescritura para el espectador, obligado a rellenar los vacíos textuales dejados por la directora.

Ocurren demasiadas cosas y con demasiadas personas en Cumbres borrascosas como para poder explicarlas sin palabras. A fin de cuentas, y hasta que no se demuestre lo contrario, precisamente en eso, en explicar historias, consiste el cine.