No había motivos, salvo los lucrativos y solo relativamente, para rodar esta segunda entrega de una modesta y endeble comedia musical juvenil que logró una acogida mayor de la esperada en las taquillas en 2012. Sus limitaciones eran ostensibles y, lo que es peor, su identidad específicamente «made in USA» impedía que su más que discutible humor prosperase en otros horizontes.

De ahí que las previsiones para esta continuación se hayan confirmado plenamente y lo que vemos no es otra cosa que una solemne tontería infestada de los lugares comunes de este tipo de historias. Aunque se ha intentado conservar la esencia del original, repitiendo la presencia de las actrices principales, en concreto de Anna Kendrick, Britanny Snow y Rebel Wilson, el frágil soporte de un guión reiterativo y soso rompe buena parte de las loables intenciones. Y la sustitución del director, de modo que Jason Moore deja paso a la productora Elizabeth Banks, que debuta sin mucha fortuna en la dirección, no hace más que empeorar las cosas.

Con este panorama tan poco alentador es lógico que la cinta deje entrever altibajos muy evidentes a lo largo de sus dos horas de metraje. Solo algunas canciones del repertorio a capella que se escuchan logran impedir que la debacle sea absoluta. Porque hacer descansar toda la hipotética comicidad en un personaje, el de la obesa actriz australiana Rebel Wilson, que incorpora a Fat Amy, es algo así como hacerse el harakiri, especialmente porque las dosis de imaginación y de buen sentido del humor escasean hasta un nivel alarmante. Y recurrir a cuestiones de sexo en términos chabacanos puede dar juego una vez, pero el exceso provoca los efectos contrarios.

La clave del argumento vuelve a ser el campeonato mundial de música a capella al que se presentan, como única posibilidad de rehabilitarse a sí mismas, el grupo de Bellas de la Universidad de Barden, que habían sido expulsadas previamente como consecuencia del espectáculo denigrante que desató Fat Amy.