Acumula todas las virtudes singulares y genuinas del cine del director galo Jean-Pierre Jeunet, especialmente patentes en Amelie y su opera prima, Delicatessen, entre ellas su exquisitez, su sentido único de la estética y de los colores, y aunque no repite los aciertos de buena parte de su espléndida filmografía, es una de esas películas que se disfrutan y se valoran y que contiene momentos realmente deslumbrantes.

Si no ha brillado como en sus títulos previos, que incluyen Largo domingo de noviazgo y La ciudad de los niños perdidos es, sin duda, porque se ha movido en un mundo muy distinto y ajeno a él, en una Norteamérica que no habla su idioma, con el que no ha conectado plenamente.

Pero frente a eso, es difícil negarle méritos a la hora de adaptar la novela The Selected Works of T.S. Spivet, de Reif Larsen, y eso que ha necesitado, porque es un texto de 400 páginas, un arduo trabajo de síntesis que le ha obligado a eliminar personajes enteros, especialmente el de la abuela, y pasajes destacados. Lo que quería salvaguardar Jeunet era, en primer lugar, el escenario rural y de espacios abiertos, con el tren como decisivo elemento decorativo, de una Norteamérica soberbiamente fotografiada, localizada en Montana y en la que se ha forjado la familia Spivet.

En ella cobra especial relevancia el personaje de T.S., un niño de diez años que siente una especial afición por los mapas y los inventos curiosos y que vive con sus padres, una madre entregada a los escarabajos y un padre que se siente vaquero de una época ya pasada, y sus dos hermanos, uno de ellos gemelo suyo y la hermana mayor.

El verdadero meollo de la historia se asocia al hecho de que un inesperado día T.S. recibe una llamada telefónica del Museo Smithsonian que le comunica que ha resultado vencedor del prestigioso galardón Baird por su descubrimiento de la máquina de movimiento perpetuo. Lo sorprendente, por supuesto, es que un niño de su edad consiga semejante reconocimiento, provocando la sorpresa de todo un ilustre auditorio.