Nos invita a un ejercicio de reflexión sobre la ceguera, por un lado, y a ser testigos directos, por otro, de una intensa y sorprendente historia de amor que está vinculada a la intimidad de unos personajes que han conseguido un uso fundamental de la palabra.

Viene avalada por una de las grandes realizadoras actuales, Naomi Kawase, que añade con este largometraje un relevante título a su filmografía, fruto de haber nutrido la misma con películas de la categoría de Una pastelería en Tokio, Aguas tranquilas y El bosque del luto. Si bien su afán por reproducir este universo adolece de un esquema un tanto frío, la poesía de la realizadora no sufre desgarros en un producto tan elaborado y a veces fascinante.

La joven Misako se siente a gusto efectuando un trabajo que le permite abrir accesos vedados a una parte de la sociedad que ha sufrido el terrible trance de perder la vista. Se dedica a hacer adaptaciones para ciegos de las películas, «mostrando» con palabras muy precisas todo lo que revelan los fotogramas. Un trabajo que permite el imposible de que aquellas personas que no ven, puedan entrar de lleno en un escenario totalmente ajeno.

En este afán hará amistad primero y sentará las bases de un idilio más tarde al conocer a un famoso fotógrafo que forma parte del grupo de invidentes que están interesados en leer el cine. Se llama Nakamori, es bastante mayor que ella, y aunque no es totalmente ciego apenas puede vislumbrar unos tenues rayos de luz.

La cinta cobra de este modo una especial dimensión poética que fortalece la segunda mitad, superior en respuesta narrativa a una media hora inicial que es demasiado limitada en vitalidad y que puede extraviarse en el seno de una parquedad y de una carestía de sentimientos exagerada. Queda la clase y el sentido poético de la autora, que no es poco, pero emitido con cuenta gotas.