Retoma influencias del cine de James Bond y del de agentes secretos más espectacular y con mayores dosis de acción y no se limita, y esto es lo más positivo, a vivir de las rentas. Es más, esta secuela, por el contrario, pretende ser original en un terreno harto esquilmado y en el que parece imposible encontrar algo que suene a novedad.

Por eso y aunque las palabras del director tienen algo de bravuconada, hay que convenir que la cinta es superior a la primera entrega, la que vimos en 2015, y conserva buena parte de sus ingeniosos diálogos. Eso sí, lucha y no siempre vence con un factor muy arriesgado, el excesivo metraje, nada menos que 141 minutos que a veces alargan de forma desmedida la cinta, aunque consigue finalmente remontar de nuevo el vuelo y pre- parar el camino para nuevas y más que probables aventuras.

La realidad es que el director y coguionista Matthew Vaughn ha sabido exprimir lo más rentable del argumento y de los personajes creados por Mark Millar y Dave Gibbons, configurando una pareja que se complementa a la perfección, la que forman el agente maduro y todavía sumamente eficaz Harry Hart y el casi un adolescente Eggsy, que obviamente tiene todos los visos para erigirse en su heredero. Los dos han convertido, y este es su mejor lega- do, a un servicio secreto privado y de reducido presupuesto en una brillante y efectiva máquina de destrucción. Con un detalle muy peculiar, como adictos a la moda y justificando su vinculación a la firma de ropa Kingsman, portan vestidos elegantes y de última hornada que los hacen más llamativos y seductores.

La trama, por otra parte, está elaborada como señalan los cánones de los productos de acción sin tregua, empleando como punto de partida una persecución en las calles de Londres casi vertiginosa. Es el aperitivo de lo que sigue, la misión de los Kingsmen de acabar, con la ayuda de una empresa norteamericana del sector, con la inevitable y socorrida amenaza mundial encabezada por Richmond Valentine.