Más héroes y mayores dosis de acción al mismo precio. Ese podría ser el reclamo fundamental de esta tercera entrega de la serie Los mercenarios, creada y manufacturada por Sylvester Stallone con el propósito de reunir a los actores más emblemáticos del cine de acción de los últimos años. Con idénticos ingredientes a las dos primeras, la que inauguró el filón en 2010 y la que tomó cuerpo en 2012, nadie duda de que cumplirá con creces sus objetivos en taquilla e incluso con más holgura que las partes previas, si bien no mejora en términos globales los estímulos de la saga.

Claro fruto del narcisismo de Sylvester Stallone, responsable del argumento y director de la cinta inicial, renuncia a todo signo de rigor en aras a multiplicar los desmanes de una pandilla de protagonistas que se adueñan de la pantalla con el fin de demostrar que siguen en plena forma y que están dispuestos a todo para rescatar a sus amigos y compañeros de las fauces del villano de turno.

Lo más positivo, con todo, de la nueva película es su sentido del humor, que a veces se agradece y que en parte está vinculado al personaje que incorpora Antonio Banderas, y ese debate que plantea sobre la irremediable crisis física y mental de unos tipos que han dejado de ser jóvenes y que contemplan de forma irremediable el relevo por parte de las nuevas generaciones. Aun así, todavía tienen agallas y vitalidad para dar una lección a unos recién llegados que deben aprender muchas lecciones.

Con el estandarte de Barney Ross en su condición de anfitrión, la nueva misión de estos tipos que teóricamente se mueven por dinero pero que tienen un férreo sentido de la amistad, les lleva a enfrentarse en toda regla contra un siniestro individuo, Conrad Stonebanks, que fue antaño integrante del colectivo y al que el propio Barnes creía haber eliminado para siempre.

Pero no es así y con más maldad que nunca irrumpe en escena otra vez para acabar con el poder de unos tipos osados que amenazan su negocio de traficante de armas.