La idea es original y está inspirada además en hechos reales y aunque no siempre la realización sea muy brillante es innegable que extrae un considerable partido de su planteamiento y resulta a la vez ingeniosa y simpática.

Este segundo largometraje, primero que vemos en España, del director canadiense Ken Scott, que fue antes guionista €responsable en este apartado de la deliciosa cinta La gran seducción€, certifica sus cualidades para esta responsabilidad, con solo algunos reparos en su primera mitad, que van diluyéndose a medida que la proyección avanza. Su objetivo de hacer una comedia a la vez ingeniosa y verosímil se cumple casi siempre, de forma que lo que parecía en principio una anécdota descabellada y ridícula se ha convertido a la postre en una especie de crónica de una realidad.

Lo más curioso, en efecto, es que las previsiones del director y de su coguionista, Martin Petit, se quedaron tan superadas por los acontecimientos que obligaron a modificar el guión. Y es que en el original el protagonista, David, confirmaba su condición de padre de 150 hijos fruto de su condición de donante de esperma para una clínica de fecundación artificial, una cifra pulverizada por los 500 que, en información publicada en los medios informativos solo un mes después de empezado el rodaje, descubría que tenía un hombre.

De ahí que, finalmente, la cifra inicial se elevase a 533. Todos ellos fueron resultado de la experiencia que 20 años antes, cuando apenas tenía 22, protagonizó David para lograr una cuantiosa remuneración.

Lo que no podía imaginar es que pasado ese tiempo nada menos que 143 de ellos iban a presentar una demanda a la clínica para poder conocer a su padre biológico. Esta circunstancia invade a David cuando está en una coyuntura delicada, despreocupado de todo, incluso de su novia policía y desconsiderado por amigos y compañeros de trabajo. Lo mejor es que esta historia se cuenta sin caer ni en el melodrama ni en la sensiblería, valiéndose a menudo de un reconfortante sentido del humor.