No es una sorpresa porque ya demostró que se adentraba en la intimidad de un adolescente con enorme propiedad en Billy Elliot, pero lo cierto es que el director Stephen Daldry reitera con mayor rotundidad si cabe que sabe tratar como muy pocos colegas el interior, conflictivo y peculiar, de un niño de once años, con algunos rasgos de autismo. Lo hace, además, desde una perspectiva adulta, es decir, sin caer en concesiones simplistas ni en las habituales ingenuidades, sino forjando un personaje que se gana al espectador con sensibilidad y ternura.

Algo en lo que tiene bastante que decir el actor Thomas Horn, un niño que debuta en el cine con los mejores auspicios. Nominada a dos Oscar, el de mejor película y el de mejor actor de reparto (por la extraordinaria labor del veterano sueco Max Von Sydow), esta espléndida película merecía mucha mejor suerte de la que ha tenido en las pantallas, donde ha sido recibida fríamente sin duda porque aborda las secuelas trágicas de un 11-S que los norteamericanos no quieren recordar. Hay, además, otra confirmación y es la notable envergadura de la literatura de Jonathan Safran Foer, en cuyo libro se basa, un autor del que el cine ya adaptó otra obra en 2005, Todo está iluminado, que dirigió el actor Liev Schreiber. Con una base tan estable y el Daldry de Las horas y El lector, la puesta por el buen cine era segura y en ningún caso se ha visto defraudada.

La cinta reclama la atención a partir del momento en que Oskar, un muchacho neoyorquino, revela las angustias que le acosan desde que un año antes su padre engrosó el número de víctimas de los atentados de las torres gemelas. No puede quitarse de encima los entrañables recuerdos de los consejos de un padre al que echa mucho de menos, ni tampoco se perdona su cobardía de no cogerle el teléfono cuando él le llamó desde el piso 106 del fatídico rascacielos poco después del impacto terrible del primer avión y solo momentos antes de morir.