Es un alimento antiguo, presente en nuestra dieta desde siempre, y constituye todo un universo gastronómico que encandila a buena parte del mundo occidental. A pesar de su popularidad, sigue habiendo una serie de falsas creencias sobre sus cualidades dietéticas. Los siguientes puntos pueden aclarar algunas de ellas. Es un alimento que procede de la coagulación de la leche, por tanto su aporte nutritivo es mucho más elevado que el de esa bebida.

Sus nutrientes más destacables son el calcio (150-1.000 mg/100 g); las proteínas (15-40%), que por cierto son de alto valor biológico, y la vitamina A. Los quesos frescos tienen más de un 80%-85% de agua. Son los que tienen menos grasa (12%-18%), pero también los que aportan menos nutrientes. Son por supuesto los más digestivos. 100 g de queso de Burgos aporta 150-180 mg de calcio y 15-17 g de proteínas.

Los quesos denominados secos no son quesos sin grasa, sino que tienen poco contenido acuoso. Suelen ser, por tanto, los que tienen más aporte nutritivo y energético. Un manchego curado aporta más de un 40% de grasa y más de 700 mg/100 g de calcio.

Una ración equilibrada va de los 30-40 g de queso seco (manchego, bola, etcétera) a los 70-100 g de un queso fresco. En general, cuanta más agua aporte el queso, más peso podrá tener la ración. La energía del queso es muy variable. De las 150-180 kcal de un queso fresco a las casi 500 kcal de un queso blando extragraso.

Los quesos frescos no son light. La famosa mozzarella aporta 250-280 kcal por cada cien gramos. Hay que recordar que el queso puede ser una fuente de sodio muy importante. Incluso el inofensivo queso de Burgos puede aportar una dosis de sal notable. El queso tiene dosis mínimas o inexistentes de lactosa, por lo que es mucho más tolerado por las personas que tienen problemas con este nutriente.

Las personas con sobrepeso, enfermedades cardiovasculares o hipercolesterolemia deben tomar queso poco graso y en dosis moderadas.