La Novena sinfonía en re menor, Op.125 de Ludwig van Beethoven determina un profundo cambio en la historia del género sinfónico. Es la revolución más atrevida de la forma clásica: un torbellino de ideas y un florecer de desarrollos en la más imprevista de las variedades de ritmos que al fluir adquieren un enorme poder formativo, sustentado por tejidos polifónicos en donde vibran ardientes la circulación de la corriente armónica y fantasías emotivas de aguda penetración de canto, que es llevado hasta el límite de las posibilidades físicas. Aun conservando los cuatro tiempos tradicionales (allegro, adagio, scherzo y finale) significa un abismo de profundidad y una tensión de voluntad expresiva que la distinguen de las precedentes obras concebidas dentro los mismos patronos formales.

Dedicada al rey Federico Guillermo III de Prusia, su estreno tuvo lugar en el Kärntnertortheater de Viena el 7 de mayo de 1824 con el coro y orquesta del teatro bajo la dirección de Michael Umlauf, asistido por Ignaz Schuppanzigh y el propio Beethoven que, pese a su sordera, pasaba las páginas de pie. Las contradictorias opiniones que suscitó esta obra se esfumaron ante el juicio de Wagner después de oírla por vez primera: "La última sinfonía de Beethoven redime la música por su virtud más íntima, y la lleva hacia el arte universal del futuro. Después de la Novena no es posible progreso alguno, puesto que solo la puede seguir directamente la consumada obra de arte del porvenir; es decir, el drama universal cuya clave artística nos la ha dado Beethoven".