Sólo me faltó, con el morro apretado y la cabeza tiesa, persignarme como hace Isabel Pantoja ante sus fieles cada vez que sale de prisión. Cuando Pepe Rodríguez, el tragón de MasterChef Junior, se zampó el ojo de besugo casi me salió la beata que llevo dentro. El besugo, el ojo, Pepe, MasterChef, y la persignación automática nada tienen que ver, del mismo modo que la salida de prisión de la delincuente primaria y sus supercherías nada tienen que ver con nada, ni siquiera con la religión.

Pero estuve a punto de dibujar una cruz en el aire cuando la cocinera Carme Ruscadella arrancó del besugo uno de sus ojos, lio con primor los hilillos de gelatina que salían de las cuencas en una cuchara, y acercándosela a la boca del voraz jurado, Pepe abrió sus fauces y devoró el ojo del pez como un manjar exquisito.

La presentadora, Eva González, dio una arcada. Los niños pusieron caras de asco y apartaron la vista de la mesa donde sucedió todo. Es cosa de costumbres gastronómicas, dijo Ruscadella. Para suavizar el impacto Pepe hizo un chiste diciendo que desde ese momento veía mejor. Los concursantes se echaron a reír, y el programa siguió.

En la última entrega de En la tuya o en la mía ni Bertín se comió un ojo ni Fabiola, su delicada esposita que hacía de entrevistadora, se metió nada en la boca que pudiera repugnar. Pero mis ojos, y mis oídos, y mi sentido de la dignidad y el pudor me apartaron de la pantalla como si Pepe Rodríguez se hubiera tragado una cagarruta calentita. ¿Pero esto qué es? La escena de la pareja junto a la chimenea, con el arbolito y el espumillón, es de lo más rancio que hayamos visto. Prefiero al salvaje Pepe tragándose el ojo del besugo que a dos besugos tratando de armar un diálogo de interés.