Ni su perro Hamlet ni su nieto Pablo lo reconocerían si se acercara una tarde de estas por casa con una improbable caja de pastas entre las manos. A Bob Dylan sólo se le conoce encima de los escenarios, y mientras el perro pasó a mejor vida tras aquellos años felices en Woodstock con Robbie y los muchachos y el nieto busca la celebridad a toda costa, el yayo Dylan sigue de fiesta. Lo llaman, literalmente, la gira de nunca acabar (Never ending tour). Empezó en el 88 y acumula tantos bolos que el de Fuengirola de mañana será el 3.000 y poco.

Como un Ulises de la canción de autor colgado en el camino, no hay viaje de regreso para el de Minnesota. No hay constancia de que su casa en Malibú se parezca a un hogar ni que en esa Ítaca espere, impaciente, ninguna compañera. La única que podría haber reclamado la corona consorte, Joan Baez, cuenta por años luz el momento en que estrelló el telar contra el suelo. Fue en Diamonds & rusts, en 1975, una hermosa canción de amor y daño que mantiene en su repertorio (junto a un buen puñado de originales de Dylan). No hace mucho, en un concierto en Escocia, alguien le gritó: -¿qué tal Bob?. -¿Qué Bob?, repuso.

También resultará difícil reconocer sus propias canciones. El viaje musical le ha cambiado tanto que el empeño en abrazarse al barco de la carretera, por mucho que sus botas ya no gasten suela, ha ido llevando también el repertorio hacia lo ininteligible. Canciones como Don't think twice... o Ain't me babe, por citar dos que posiblemente suenen este domingo, resultan mucho más familiares en las interpretaciones actuales de Baez que en las de Dylan. Su autor, empeñado, quizá, en la libertad tiránica de la paternidad, las ha ido retorciendo con saña. Sentado al piano mejor que a la guitarra, un instrumento, explica, que casa, estira y se entiende mejor con la sonoridad del cuarteto que le acompaña, Dylan ha ido convirtiendo los ritmos ternarios en binarios, las modulaciones menores en mayores, cambiando unas cuantas palabras de las estrofas, quitando blues y folk y dándoles un barniz de repertorio para crooner de crucero a algunas de sus grandes composiciones. Y está bien porque para eso es Dylan. Eso tampoco se lo va a negar nadie.

Desandando su odisea de este medio siglo largo en el mundo del espectáculo, las claves de este viaje de nunca acabar que le mantiene vivo aparecen en los noventa. Un poco antes. Fue, ha contado, tocando con los Grateful Dead en 1987 cuando se dio cuenta de que podía interpretar sus canciones de otra manera, noche tras noche, y encontrar en el simple oficio del intérprete, el trovador original, el frágil esquife con el que sortear este último tramo de su peripecia vital. Dylan, en esta vida a la deriva de la carretera, vuelve a Hibbing, Minnesota, a la emisora de Louisiana en la que sintonizaba, antes de la llamada de Woody Guthrie, Odessa o Big Bill Broonzy, el rock n'roll sencillo y montaraz de los pioneros: Bo Didley, Chuck Berry. Lo dice su cartel del concierto de mañana: «Live! In person! Bob Dylan With His Band!». Y esas tipografías de palo y esas barras y estrellas que imitan los carteles de aquellos buenos viejos tiempos.

No sé qué puede quedar en el Bob Dylan de hoy de aquel joven que el 13 de diciembre de 1963, borracho del éxito de su segundo LP, The Freewheelin' Bob Dylan, acudió a recoger el premio Tom Paine del Comité de Libertades de Emergencia Civil y les soltó aquello de que todos somos Lee Harvey Oswald.Hacía menos de un mes que habían matado a Kennedy: «Tengo que admitir que el hombre que disparó al presidente, tengo que admitir que yo también veo algo de mí en él».

Con los años, parece que las boutades se han convertido en perretas. Pero Dylan, quizá sea esa la cuestión, sigue peleado con el mundo. «Podemos tocar o podemos posar», les dijo hace unos días a los austriacos, harto de los móviles del público. Hacía tiempo que no hablaba. En una de sus últimas entrevistas, publicada en su propia página web, confesaba que él, que fue pura contemporaneidad, entendía cada vez menos de lo que estaba pasando:

«Desde 1970 hasta ahora han pasado unos 50 años, pero parecen 50 millones».

Es un muro de tiempo que separa lo antiguo de lo nuevo, y en ese tránsito se pierden muchas cosas. Industrias enteras desaparecen, la vida cambia, las corporaciones matan ciudades, nuevas leyes reemplazan a las antiguas, los grupos de poder triunfan sobre el individuo e incluso los pobres se convierten en una mercancía. Las influencias musicales, también: se convierten en otra cosa o se quedan por el camino. Pero no hay que desanimarse. Puedes encontrar lo que estás buscando si sigues el camino de regreso, y podría estar justo donde lo dejaste, todo es posible. El problema es que no puedes traerlo contigo, tienes que quedarte allí. Creo que de eso se trata la nostalgia».

Eso le dijo a Bill Flanagan hace dos años. Dylan acababa de lanzar entonces Triplicate, un triple disco que completaba, con Shadows in the night (2015) y Fallen Angels (2016), la trilogía dedicada en exclusiva a repasar el cancionero americano popular del siglo XX. Esos han sido sus últimos trabajos y también la materia prima de sus últimos conciertos, que se podrían haber presentado como un Dylan interpreta a Sinatra, dando muestras de la audacia del de Minnesota y de su esfuerzo en ese oficio reinventado del intérprete empeñado en ejecutar bien, por mucho que La Voz le quede tan lejos.

Un poco antes, en 2013, Dylan había cebado el repertorio con Tempest, su último disco de composiciones originales, de forma que algunos fans entienden que esta versión de la gira de nunca acabar que llega a Fuengirola es el regreso al repertorio más fiel, al de Dylan interpretando a Dylan. Efectivamente, si no hay novedades (y no las viene habiendo desde finales del año pasado) el repertorio que está despachando cada noche trata de equilibrar el material de los últimos discos con un repaso generoso a la parte clásica de su carrera, con la excepción de los inmensos Blonde on Blonde y Bringing It All Back Home, que no encuentran hueco en la veintena larga de canciones. Así, el setlist va desde Tempest, con Scarlet Town, Pay in Blood, Early Roman Kings y Soon After Midnight; a Modern Times (2006) (Thunder on the Mountain), Love and Theft (2001) (Cry a While, Honest with me), el Things have changed, la canción que compuso para Jóvenes prodigiosos y por la que le dieron un Oscar o hasta tres composiciones del Time out of mind (1997).

Del resto de su carrera, regala Dylan una pincelada del Slow train coming otra del Blood on the tracks (Simple Twist of fate) e insiste, por encima de otros trabajos, en el Highway 61 Revisited. Pocas rarezas, salvo When I paint my Masterpiece, una composición que habla, precisamente, de la vida del músico de gira y que se editó por primera vez en la versión de The Band del disco Cahoots, y no en la que Dylan había grabado en marzo de 1971 con la banda de Leon Russell.

Esa última parte del corpus del concierto pertenece, volviendo al relato homérico del viaje incesante del Ulises Dylan, a una de sus mayores proezas, quizá la hazaña creativa más destacada de su generación y la que le valió su puesto en un Olimpo de la cultura popular contemporánea del que ya nunca se bajaría. En sólo quince meses, entre los años 1965 y 1966, Bob Dylan publicó tres discos que valen por tres carreras discográficas, los ya citados Bringing It All Back Home, Highway 61 Revisited y el Blonde on Blonde. Dylan, un rey de la efervescente escena folk criado en los tugurios del Village neoyorquino, puso en marcha en aquellos años uno de sus habituales quiebros creativos. Cuando todos le pedían la guitarra y la canción protesta, los tiempos están cambiando y la respuesta en el viento, se presentó en el festival de Folk de Newport el 25 de julio y esa noche acabó emborrachándose para curar el trauma de que su mentor, el gran Pete Seeger, hubiera deseado tener un hacha a mano para dejarle sin sonido. A él y su banda de rock. En aquella actuación, pasada de decibelios, la traición eléctrica, fueron Al Kooper, Mike Bloomfield, Jerome Arnold, Sam Lay y Barry Goldberg los que mentieron sangre, sudor y urgencia en Maggie's Farm y Like a Rolling Stone. Pero fueron en realidad otros músicos los que acabaron asociados al primer Dylan eléctrico. Acabaron siendo conocidos como The Band, pero entonces sólo eran The Hawks, acompañaron a Dylan desde septiembre de 1965 hasta mayo de 1966 y de aquella camaradería saldría otro de los episodios fundacionales de las mil caras de Dylan.

Fueron Rick Danko, Garth Hudson, Richard Manuel y Robbie Robertson los de la gira europea y el grito de «Judas» en Londres. La gruta, sin polifemos pero con ovejas y compadreos, llegaría después (ya con Levon Helm), cuando el manager de Dylan, Albert Grossman, quiso matar la gallina de los huevos de oro con 63 conciertos más y Zimmerman acabó accidentado con la moto y abrió un paréntesis de ocho años en su vida de carretera.

Fueron tiempos de hogar, nacían los primeros hijos de Dylan, Maria y Jesse, y Sara Lownds les dijo a los muchachos que no podían hacer tanto ruido, así que se fueron a la casa de al lado, Big Pink, y ahí vivieron, en fraternidad masculina, cortando leña y grabando en el sótano un puñado de sesiones que acabarían siendo otro magma primigenio dylaniano, las grabaciones del sótano, las basement tapes.

De uno a otro puerto, a Dylan le quedan, por encima de todo, sus palabras. Aquello en lo que tal vez fue el mejor o, al menos, el autor inconfundible. Pocos como Dylan suenan únicos y universales y han logrado multiplicar la fuerza de sus composiciones en la visión de tantos otros artistas atraidos por sus imágenes hipnóticas y por un campo abierto de significados con el que se pueden identificar desde los panteras negras a los amantes despechados. Como un viejo testamento escrito por Jack London en la crónica de un viaje imposible, su circo de tragasables, pitonistas y marineros sigue bailando cada noche de la mano de los ladrones, los pecadores y los bandidos. Brindemos por ello.