No defraudará a los que sintieron de verdad el «sabor» del miedo auténtico en su primera película, una 'Déjame entrar' que se hizo con el Óscar al mejor guión original, firmado por el propio realizador, y que lo convirtió en un cineasta de élite únicamente con su ópera prima. El afroamericano Jordan Peele es un nombre que figura ya en las agendas de los amantes del thriller de terror, tanto aficionados como productores, gracias a unas cualidades narrativas innegables y a una impecable concepción de la puesta en escena. Es más, podría decirse que su forma de crear el miedo es tan personal como contundente, hasta el extremo de que sus imágenes pueden inquietar en grado sumo al público y suscitar algo cercano al pánico.

Y aunque uno prefiera su primer largometraje, porque este segundo abusa de un barroquismo que se desborda y denota una complejidad que origina un tanto de confusión, no se le pueden negar virtudes de peso en su sintaxis, ciertamente personal. Lo que más impacta desde un principio es, sin duda, la originalidad, que nos lleva a entrar en un terreno inédito, el de los denominados «dobles maléficos» o «doppelgangers» en inglés, que conlleva el que cada uno de nosotros deba hacer frente a un ser macabro que además de parecerse como un gemelo irrumpe cual si fuera un fantasma, sembrando la angustia y el horror.

Esto es lo que le sucede en la cinta a la familia Wilson, formada por el matrimonio Gabe y Adelaide y los gemelos Zora y Jason, que han pasado el día, recordando tiempos pasados de la pareja, en una playa californiana y que se dispone a pasar la noche en una mansión de un entorno idílico. Es entonces cuando un panorama encantador se convierte en un infierno. Es un solo plano, el de cuatro extraños que podrían ser los dobles del clan, situados de pronto ante la fachada de la casa en la que pernoctan. Ahí comienza la verdadera pesadilla. Desde ese momento la imaginación enfermiza y siniestra del director se hace visible en todos los frentes, forjando un panteón de «dobles maléficos» que, en verdad, pone en tensión a un auditorio paulatinamente crispado. Las cosas se llevan entonces no ya al límite sino mucho más allá