Como es mejor vivirlo que contarlo, o para contarlo es mejor vivirlo, tal como decía la ególatra, y para mi insufrible Samanta Villaren 21 días, que presentó en Cuatro hace 10 años, a servidor le colocaron el domingo una corona, le pusieron barba larga, guantes y anillo de perla roja engastada en oro, túnica de seda con primores de plata, un cubre espaldas de armiño, y subió a la carroza real del rey Melchor como majestad por un día que recorrió las calles de Villanueva Mesía, su pueblo granadino. Observarán que esto de la realeza impone carácter porque en cuanto se descuida uno habla en tercera persona de sí mismo. Y es cierto, no es lo mismo vivirlo que contarlo. No es lo mismo vivirlo que verlo por televisión para contarlo. Fue una tarde emocionante. Llena de orgullo y satisfacción. Cómo entiendo ahora a los colegas Juan Carlos y Felipe. Ver la carita de los niños tirándote besitos desde la acera, ver cómo el papá se agacha para darle los caramelos que vas lanzando, ver cómo la mamá te señala para que el crío sepa que es a él a quien le regalas el balón, ver cómo hay sonrisas y miradas de asombro que no conocías, darte cuenta de que la ilusión es un estado pasajero y efímero que en apenas un suspiro se torna esquiva, oscura, e irreconocible, comprobar que al entrar al centro cultural donde se darán los regalos para "que no haya ningún niño del pueblo que no lo tenga", ver cómo grandes y mayores nivelan sus estados emocionales, sonreír una y otra vez para la foto con la cría, con el crío que hace pucheros entre rechazo, miedo y la atracción que le dan esos raros personajes, en fin, La 1 y las autonómicas lo bordaron con sus cabalgatas, pero ser rey en tu pueblo no tiene igual.